domingo, 12 de abril de 2015

Tiembla, todo tiembla

A mi viejo

Juntó aire y fuerzas. Con los pies firmes en el pasto, las piernas abiertas y los nudillos resaltándole entre los puños, que sujetaban uno la empuñadura y el otro el mango, levantó el hacha para clavarlo en la mitad del tronco.
Los naranjas del otoño se iban desvaneciendo. Para ganarle de mano al invierno que traía fríos cada vez más crueles, el Viejo cortaba leña en el fondo del inmenso patio cercado por hortensias y la dejaba pronta para que, después, el fuego hiciera lo suyo. 
Aquella tarde fría de sábado, mientras los hijos acomodaban los palos finos en el garaje, el Viejo se encargó del resto: achicar los troncos grandes para que su mujer pudiera cargarlos en su ausencia. Confiado en sí mismo, como tantas veces, cortó leña sin imaginar jamás que aquello pudiera ocurrirle. Tan sólo ése instante en que la hoja del hacha se le enredó en la cuerda de la ropa, le fue a dar a la nuca y lo dejo inconsciente, le alcanzó a su mujer para comprender que aquel golpe cambiarían el resto de su vida.

***

La tarea se le dificultaba. Un poco nomás. Por culpa del brazo izquierdo. Un dolor extraño. Indescifrable. No había sufrido golpe alguno. Eran tiempos de máquinas de escribir aparatosas y teclas duras. Expedientes, hojas de oficio, trámites, biblioratos que archivaban distintos casos. Esos que todo escribano acredita ante tanta escritura. La imagen de su escritorio la mostraba juvenil, sonriente y feliz.
Después, la mano. Se trancaba y todo se le hizo más intolerante. Casi imposible. Consultó a varios médicos de distintas especialidades. Se sometió a fisioterapia sin tener claro los síntomas. Nadie le daba con la tecla. Otra tecla dura.
Entre tantas idas y venidas, tras varios meses, salió de aquella puerta con una placa de bronce de “Medicina General”, sin saber qué hacer. Pensó hasta tirarse debajo de un ómnibus. Era una enfermedad crónica, le explicó el hombre de túnica blanca. Avanzaría lentamente y estaría bien. Había muchos medicamentos, pero no se curaría. En eso, el especialista, fue tajante.
La firma no le salía. Se moría de vergüenza. Entonces, se jubiló sin llegar a los cincuenta. Y su vida cambió. El mal la acompañaría de por vida. Un perverso parkinson. Mónica se negó. Es la primera reacción de un largo e inevitable proceso para quienes padecen la patología. Más tarde, la depresión que conduce a infinitas interrogantes como tantas piezas de un puzle que no encajan entre sí. “¿Por qué a mí”, se preguntó más de una vez. Hasta que al final “te planteas para qué”. Y ahí comenzó el siguiente periplo: aceptarlo y convivir con él. Le buscó la vuelta. Y la encontró. Avalancha tanguera. El tango, fue su terapia. Lo aprendió en un santiamén. Es que tiene algo especial, dice. Desbloquea a quienes están bloqueados, con los pies pegados al piso. Esa sensación en que la vida se vuelve off y parece que todo queda ahí, estático.
Los movimientos del tango, el equilibrio dinámico, las vueltas y caminar hacia atrás favorece la movilidad y el equilibrio. Y formar parte de un grupo estimula a los parkinsonianos a no aislarse. Es que hay que hacerle frente al pudor de andar lento y temblando y cayéndose. Y con la cabeza dando vueltas para un lado y para otro. Ahora, está mejor, le asegura su doctora. Por el baile. Por el brillo que va dejando en cuanta baldosa encuentra. Porque según ella, es cuestión de cerrar los ojos, sentir la música y dejarse llevar.

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Es que los parkinsonianos no funcionan como cualquier persona. Deben ordenarle a su cerebro los movimientos para seguir adelante. Una y mil veces, pensando cada paso. Los síntomas aparecen mucho tiempo después que al paciente le cae la ficha en tan sólo un instante. Temblor, rigidez, lentitud de movimientos, son los principales síntomas. Los que delatan a simple vista. Luego, dependiendo de cada caso (no todos reaccionan de la misma manera), una larga lista los acompaña. La hipofonía (disminución en el volumen del habla) y disfagia (dificultades para tragar) son unas de ellas. A veces el enfermo parece ido, sobre todo los de más edad. Las limitaciones son grandes. Y varias. En algunos casos, hasta la discriminación se hace presente. 
En nuestro país, la Asociación Uruguaya de Parkinson (AUP), una institución sin fines de lucro, ayuda al parkinsoniano a reintegrarse a la sociedad. Y a sus familiares a sobrellevar la situación. Para ninguno es sencillo. El apoyo familiar es fundamental. Por eso es importante que se informen sobre todos los aspectos de la enfermedad, y sin presiones, tratando de que el enfermo sea lo más independiente posible, que se valga a sí mismo. Para eso es necesario contar con una buena dosis de paciencia. Como la que tiene Marta, la hija de Adelina. Ella la llevó  a la AUP. No fue fácil. “‘¿Qué voy a ir hacer ahí, ver cómo tiembla la gente al igual que yo?’”, le decía la madre a su hija. Pero muchos no temblaban. A veces, ni siquiera se notaba quién era el familiar y quién el enfermo.
A Adelina se lo diagnosticaron en 2009, pero los síntomas aparecieron cinco años antes. Temblores, dedos endurecidos, rigidez. Lo de siempre. Y no lo quedó otra que dejar de tejer. Los talleres de AUP la ayudaron increíblemente. Los ejercicios de respiración le daban buenos resultados. Es que respirar se vuelve todo un tema. Allí encontró su grupo de pertenencia, cuenta Marta. Se siente cómoda. Hasta  cuenta chistes. Y ya no se aleja tanto.  Es más: El parkinson se convirtió en “su amigo”.

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Su voz es normal. A simple vista, parece una mujer común. Es elegante. Muy elegante. Seguro fue una adolescente bonita. Años atrás, solía viajar con su marido al Chuy por aquellos surtidos grandes y baratos que muchos uruguayos hacían. Y de paso, un paseito por las fronteras. Aunque se cansaba de andar tantas horas en auto. Necesitaba parar, estirar las piernas. Le dolían. Y no sabía por qué. Caminaba un ratito, y “ta”. Tiempo después, se enteró: el síndrome de piernas quietas es uno de los primeros que se desarrolla en el parkinson.
Cuando Ana María llegó a la AUP vio que todos estaban en la misma: temblaban. Así que no fue incómodo, y aprendió a vivir con eso. Actualmente, es la presidenta. Es muy positiva. Cuando se aceptan las limitaciones se logra vencerlas, dice. Y buscar cómo combatirlas. 
En Uruguay, son cerca de 6000 las personas que padecen parkinson. La enfermedad neurodegenerativa más frecuente después del Alzheimer, detectada por James Parkinson en 1818. De ahí su nombre. En 1997, la Organización Mundial de la Salud, decretó el 11 de abril como el "Día Mundial del Parkinson". Su origen se desconoce, pero se presume que hay una combinación de aspectos genéticos y toxinas ambientales, ya que en los países industrializados hay más parkinsonianos. Ataca a todas las personas. Hoy es muy común en los jóvenes.


***

Laburaba bien. Ganaba más que suficiente. Tenía un auto y su casita. Recién comprados. El sueño del pibe. Encajaba bien en los estereotipos sociales. Y era feliz. Viajo por casi todo el mundo con sus compañeros, futuros colegas. Arquitectos. No llegaba a los 30. Se llevaba el mundo por delante, dice. Tocaba el cielo con las manos. Hasta que se salió del paradigma social.
Notó cierta rigidez en el dedo menique de la mano derecha. Se le trancaba. No le dio bolilla. Luego, la mano tembló, y el brazo y la pierna derecha. Todo. Dos años habían pasado de su regreso por la vuelta al mundo. El parkinson salió a luz. Avanzó de a poco. Y todo comenzó a cambiar. La cabeza se te destroza, dice con la mirada fija en algún punto. Es que los pensamientos van y bien. No lo dejan en paz. Porque sabe que el mal se apoderada de su cuerpo y no hay mucho que hacer.  Y él está lúcido, todo lo ve.
Fue el primer paciente en Uruguay que recibió la estimulación cerebral profunda, en 2007. Un implante. Un dispositivo en el pecho del que salen cables conectados con electrodos que van hasta el cerebro. Liberan una corriente eléctrica que modula a las neuronas para que produzcan dopamina: el neurotrasmisor que manda los impulsos al cerebro y a la parte muscular del cuerpo, al sistema nervioso. Sin la dopamina la capacidad de movimientos es inhábil o casi nula. Y los temblores, insoportables.
La operación costó 27.000 dólares. El Banco de Previsión Social se la pagó. Si los muchachos del barrio saben eso, le sacan el aparato con una cuchara, dice riendo.
La operación le devolvió la vida. Antes estaba “liquidado”. No podía enderezar la cabeza ni abrir los ojos. Los dolores eran fuertes. Los calambres también. Ahora, depende del aparato para no quedar inadaptado. La motricidad en algunos períodos, mejora. En otros, se vuelve perversa. Y la memoria se pierde. Por eso las pastillas lo acompañan de por vida. Las toma como “garrapiñadas”.
Diego aceptó la enfermedad y optó por seguir viviendo –“disfrutar lo simple de la vida: un atardecer, pisar el pasto en un día soleado”–, pero eso nadie lo valora, dice.  Y le empezó a tener terror a la soledad. Es que todo se esfuma. Los amigos, la familia. Todo.
De diez veces que salía, ocho se caía. Volvía en un patrullero. Los policías ya lo conocen. Para él es muy importante saber que de diez veces, dos no se cae. Y sale nuevamente a darse otra oportunidad. Llevar a una de sus hijas a la escuela se convirtió en una aventura como subir el Himalaya. Eso nadie lo sabe, ni lo entiende.
Diego está sentado en un sillón hace media hora. O más. Debo afinar el oído para entenderle. La voz se le va. Interrumpe la charla. Se levanta. El asiento es cómodo pero necesita moverse. Su cuerpo quedó rígido. Se sostiene de una cuerda que cuelga de un barrote de madera. Estira las piernas, los brazos, mueve la cabeza en círculos, para un lado, para otro. “Vos no te asustes que yo estoy temblando”, me dice. Pero para mí no es nueva esa escena. Por eso no me asusto. De esos temblores sé mucho. Tenía apenas unos meses cuando el hachazo noqueó al Viejo. Mi viejo. Las consecuencias de ése parkinson, son profundas huellas en mi vida. Por siempre.

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