Historias simples
Parte I
Parte I
El bandoneón sacaba chispas sobre las
piernas ensimismadas del veterano canoso de 71 años, de frente amplia y
fruncida y manos grandes. Y tímido, si se lo mira con un ojo. Pero las
interpretaciones a Troilo en la luz tenue eran como una estatua con sonido para
el ex vice y compañía. Cuánto me develaría ése fuelle si hablara. Ensayos,
boliches, escenarios… Milongas, tangos, valsecitos y por qué no chamarritas y rancheras.
Y la Lambada, supe ocho días después, pero no precisamente ése bandoneón.
Si pasan de clase les hago un regalo, les prometió
un día Adolfo a sus hijos. Adolfo era pistero en la Ancap en Paysandú. Allí
vivía la familia. Eran tiempos en los que se ganaba bien. Y los niños pasaron. Martín
a tercero y Anita a quinto. Pero Anita no pidió muñecas ni juguetes, Martín ni
una pelota ni una bicicleta. Ella quería visitar a sus tías en Montevideo, él
aprender a tocar el bandoneón.
–Por qué el bandoneón.
–Por qué el bandoneón, repite Martín. Piensa.
Ojea el techo del estudio, los floreros, las jarras de cerveza de cerámica, los
rostros sonrientes de amigos y familiares en los portarretratos que abundan y adornan
la biblioteca, mientras la luz rebota en sus lentes. Piensa. Chasquea los dedos.
“Mi madre, de joven, tocaba el acordeón y la guitarra”. Eran 16 en la familia,
todos músicos. De ahí tiene que venir la cosa, dice Martín.
Cuando aprendió a leer ya sabía, casi, de
pentagramas, claves de sol y notas musicales. Tito Lemes, le enseñaba con un fuelle que le llegaba, apenas, a la altura del
pecho. Entonces Martín ponía su pie derecho en un banquito de 20 centímetros, el
fuelle se apoyaba en la rodilla y sonaba como podía. A un año de ir a clases el
pibe cumplió su sueño. Un doble A alemán de segunda mano que su abuela Ángela le
regaló lavando ropa en la estancia de Paso de la Cruz en Young (Río Negro).
“La gente no se imagina cómo uno tiene que
hacer de niño porque no es que te pones el bandoneón y tocas. No, no –lo sigue
el índice derecho– no sabes nada”. Su sonrisa es grande como sus lentes.
Mirá, me dice. Abre el estuche negro y se
calza en las manos el bandoneón que no es el doble A. Ése ya es historia. Los
acordes de Elemental salen como cuando
Tito se lo enseñó. Un valcecito “bien fácil” que el maestro hizo para sus
alumnos. La habitación vibra luego con La Cumparsita, el primer tango que
aprendió. A Tito le debe mucho.
A los 12 años Martín tenía un oído gigante,
como el de cualquier músico experto. Y ahí vinieron Garrón, El porteñito, Patotero, Si soy así, Garufa, Muñeca Brava, La
morocha… El repertorio que lleva impreso en un papel, amarillo de tanto
tiempo y doblado en cuatro. Son 64 canciones escritas con su imprenta mayúscula
que hacían mover a las doñas de campaña y a algún que otro veterano que se
acodaba en los boliches sanduceros, cuando llegaba a la casa con unos cuantos
billetes que dejaba “bien planchaditos”. En realidad, Martín no sabía cuánta
guita hacía. Sólo le importaba tocar el fuelle. Ése que la abuela le compró
lavando ropa en la estancia.
Si uno va a Paysandú y pregunta por Martín
Luna, seguro le dirán que ni idea, que es un perfecto desconocido. En su ciudad
natal Martín no es Martín. Es Lucero. Lucerito Luna. Un porfiado bandoneonista
con virtudes musicales asombrosas, pero sin voz ni voto para Adolfo. Mientras
Martín se formaba como mecánico tornero en la Escuela Técnica, Lucerito, con 13
años, se iba convirtiendo en un músico. “Venían los amigos de mi padre y le
decían que me iban a llevar a un cumpleaños”. Adolfo contestaba que “‘bueno
pero, cuídenlo y no lo dejen tomar’”. El destino era un cabaret. Ahí “miraba
todo”, dice con los ojos grandes y llenos de picardía. Golpea el puño derecho
sobre la palma izquierda para asegurar que allí entraban los que tenían “la
mosca”. Él hacía cualquier cosa por tocar el fuelle que la abuela le había
regalado lavando ropa. Eso Adolfo, siempre se lo recordaba.
Una de esas noches en que Lucerito ya era
conocido y tenía 16, un hombre de pelo engominado que él no conocía lo llamó
desde una mesa. “Sabe una cosa –le dijo–
yo tengo un bandoneonista muy bueno, pero se me va y ando buscando un muchacho
joven. Me gustaría hablar con su padre y llevarlo a tocar conmigo”. Al otro
día, en la galería Laurenzo, el Potrillo
César Zagnoli se lo dijo a Adolfo. Cómo olvidarlo. “Mire señor, al botija le
veo buenas condiciones. Si usted lo permite lo llevaría Montevideo, me haría
cargo de él y viviría en mi casa”. Adolfo fue tajante: “Le agradezco sus
conceptos señor, pero él está estudiando de mecánico tornero y por nada del
mundo deja los estudios”. El viejo no aceptaba berretines ni muecas, pero a
Martín se le fue toda la vergüenza y las lágrimas se le escaparon en ese
instante. Zagnoli le palmeó la espalda: “‘Botija, quédate tranquilo, vos vas a
triunfar’”. La anécdota no me la contó –le cuesta, lo emociona–. La leí en el
diario El Quinto día de Paysandú que
tituló la nota como El caso de César Zagnoli
y viste una porción de pared, al lado de la biblioteca, detrás de un vidrio.
Los ojos se le cierran, la frente se le
frunce y la cabeza se mueve a ambos lados. Es que fue un "dolor inmenso, inmenso”.
“Sentí que se me iba todo” suelta cuando las cuerdas de El Cuarteto Ricacosa empiezan a sonar en la computadora con el
bandoneón de Martín como invitado. “Si hubiera tocado con Zagnoli, tal vez hubiera
agarrado pa’ cualquiera”, sigue Martín convenciéndose de que su padre hizo lo
correcto. Le tiene un tremendo respeto. Además, “no tendría la familia que
tengo y la jubilación y las 24 horas del
día para ir a donde quiera y agarrar el fuelle a la hora que sea”.
–Y qué fue
de la vida del Doble A –intento averiguar.
– Ah…
qué preguntona que sos– me retruca Martín, mirando el fuelle que (recién) ahora
reposa sobre la cama.
Silencio.
– Esa
te la cuento otro día.
Martín en su apartamento de Villa Española. Junio,
2015.
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