jueves, 17 de septiembre de 2015

Balada de un bandoneón

Historias simples
Parte I

 Aquellos acordes fueron una caricia entre el ruido del tránsito y el viento que soplaba. Eran los primeros fríos del invierno. Este invierno al que el verano le robó días, pero cuando llegó lo hizo sin pena ni gloria. Las puertas de ése bolichito céntrico abrían al público desde hacía apenas un mes. En la mesa central, la única ocupada hasta que aterricé, Luis Hierro López cenaba con un tinto, su mujer y una pareja.
El bandoneón sacaba chispas sobre las piernas ensimismadas del veterano canoso de 71 años, de frente amplia y fruncida y manos grandes. Y tímido, si se lo mira con un ojo. Pero las interpretaciones a Troilo en la luz tenue eran como una estatua con sonido para el ex vice y compañía. Cuánto me develaría ése fuelle si hablara. Ensayos, boliches, escenarios… Milongas, tangos, valsecitos y por qué no chamarritas y rancheras. Y la Lambada, supe ocho días después, pero no precisamente ése bandoneón. 

Si pasan de clase les hago un regalo, les prometió un día Adolfo a sus hijos. Adolfo era pistero en la Ancap en Paysandú. Allí vivía la familia. Eran tiempos en los que se ganaba bien. Y los niños pasaron. Martín a tercero y Anita a quinto. Pero Anita no pidió muñecas ni juguetes, Martín ni una pelota ni una bicicleta. Ella quería visitar a sus tías en Montevideo, él aprender a tocar el bandoneón.
–Por qué el bandoneón.
–Por qué el bandoneón, repite Martín. Piensa. Ojea el techo del estudio, los floreros, las jarras de cerveza de cerámica, los rostros sonrientes de amigos y familiares en los portarretratos que abundan y adornan la biblioteca, mientras la luz rebota en sus lentes. Piensa. Chasquea los dedos. “Mi madre, de joven, tocaba el acordeón y la guitarra”. Eran 16 en la familia, todos músicos. De ahí tiene que venir la cosa, dice Martín.

Cuando aprendió a leer ya sabía, casi, de pentagramas, claves de sol y notas musicales. Tito Lemes, le enseñaba con un fuelle que le llegaba, apenas, a la altura del pecho. Entonces Martín ponía su pie derecho en un banquito de 20 centímetros, el fuelle se apoyaba en la rodilla y sonaba como podía. A un año de ir a clases el pibe cumplió su sueño. Un doble A alemán de segunda mano que su abuela Ángela le regaló lavando ropa en la estancia de Paso de la Cruz en Young (Río Negro).
“La gente no se imagina cómo uno tiene que hacer de niño porque no es que te pones el bandoneón y tocas. No, no –lo sigue el índice derecho– no sabes nada”. Su sonrisa es grande como sus lentes.

Mirá, me dice. Abre el estuche negro y se calza en las manos el bandoneón que no es el doble A. Ése ya es historia. Los acordes de Elemental salen como cuando Tito se lo enseñó. Un valcecito “bien fácil” que el maestro hizo para sus alumnos. La habitación vibra luego con La Cumparsita, el primer tango que aprendió.  A Tito le debe mucho.
A los 12 años Martín tenía un oído gigante, como el de cualquier músico experto. Y ahí vinieron Garrón, El porteñito, Patotero, Si soy así, Garufa, Muñeca Brava, La morocha… El repertorio que lleva impreso en un papel, amarillo de tanto tiempo y doblado en cuatro. Son 64 canciones escritas con su imprenta mayúscula que hacían mover a las doñas de campaña y a algún que otro veterano que se acodaba en los boliches sanduceros, cuando llegaba a la casa con unos cuantos billetes que dejaba “bien planchaditos”. En realidad, Martín no sabía cuánta guita hacía. Sólo le importaba tocar el fuelle. Ése que la abuela le compró lavando ropa en la estancia.

Si uno va a Paysandú y pregunta por Martín Luna, seguro le dirán que ni idea, que es un perfecto desconocido. En su ciudad natal Martín no es Martín. Es Lucero. Lucerito Luna. Un porfiado bandoneonista con virtudes musicales asombrosas, pero sin voz ni voto para Adolfo. Mientras Martín se formaba como mecánico tornero en la Escuela Técnica, Lucerito, con 13 años, se iba convirtiendo en un músico. “Venían los amigos de mi padre y le decían que me iban a llevar a un cumpleaños”. Adolfo contestaba que “‘bueno pero, cuídenlo y no lo dejen tomar’”. El destino era un cabaret. Ahí “miraba todo”, dice con los ojos grandes y llenos de picardía. Golpea el puño derecho sobre la palma izquierda para asegurar que allí entraban los que tenían “la mosca”. Él hacía cualquier cosa por tocar el fuelle que la abuela le había regalado lavando ropa. Eso Adolfo, siempre se lo recordaba.

Una de esas noches en que Lucerito ya era conocido y tenía 16, un hombre de pelo engominado que él no conocía lo llamó desde una mesa.  “Sabe una cosa –le dijo– yo tengo un bandoneonista muy bueno, pero se me va y ando buscando un muchacho joven. Me gustaría hablar con su padre y llevarlo a tocar conmigo”. Al otro día, en la galería Laurenzo, el Potrillo César Zagnoli se lo dijo a Adolfo. Cómo olvidarlo. “Mire señor, al botija le veo buenas condiciones. Si usted lo permite lo llevaría Montevideo, me haría cargo de él y viviría en mi casa”. Adolfo fue tajante: “Le agradezco sus conceptos señor, pero él está estudiando de mecánico tornero y por nada del mundo deja los estudios”. El viejo no aceptaba berretines ni muecas, pero a Martín se le fue toda la vergüenza y las lágrimas se le escaparon en ese instante. Zagnoli le palmeó la espalda: “‘Botija, quédate tranquilo, vos vas a triunfar’”. La anécdota no me la contó –le cuesta, lo emociona–. La leí en el diario El Quinto día de Paysandú que tituló la nota como El caso de César Zagnoli y viste una porción de pared, al lado de la biblioteca, detrás de un vidrio.

Los ojos se le cierran, la frente se le frunce y la cabeza se mueve a ambos lados. Es que fue un "dolor inmenso, inmenso”. “Sentí que se me iba todo” suelta cuando las cuerdas de El Cuarteto Ricacosa empiezan a sonar en la computadora con el bandoneón de Martín como invitado. “Si hubiera tocado con Zagnoli, tal vez hubiera agarrado pa’ cualquiera”, sigue Martín convenciéndose de que su padre hizo lo correcto. Le tiene un tremendo respeto. Además, “no tendría la familia que tengo y la jubilación y  las 24 horas del día para ir a donde quiera y agarrar el fuelle a la hora que sea”.

–Y qué fue de la vida del Doble A –intento averiguar.

– Ah… qué preguntona que sos– me retruca Martín, mirando el fuelle que (recién) ahora reposa sobre la cama.

Silencio.

– Esa te la cuento otro día.

Martín en su apartamento de Villa Española. Junio, 2015.

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