A Marisa es difícil darle la edad. Es petisa, tímida. Para
escuchar su voz hay que afinar bien el oído y parársele al ladito. No, no,
nunca vine a Montevideo, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja resaltando cuánta
arruga se estampa en su rostro. Y en su manos. Esas que le marcó la vida de
campo, de manos que trabajan la tierra. Jamás puso un pie en Montevideo. De la
inmensidad del mar sabe poco. Le alcanzan los dedos de una mano para contar las
veces que lo tuvo frente a sus ojos color café.
Desde el tren saludaba hacia afuera, a los pobladores de
la Villa 25 de Mayo (Florida) que desde la estación alzaban la palma deseando
un buen viaje, un día feliz. Marisa parecía nerviosa, ansiosa. Sí, ansiosa.
Cuando llegó al Solís apretaba los labios como si todo aquello –las butacas y el
tapizado, las arañas del techo, el piso como un tablero de ajedrez, las
puertas, las columnas, las escaleras brillosas, los palcos y hasta el flamante uniforme
de los funcionarios– fuera un sueño. Y como ella, otros tantos: Niños, niñas, jóvenes,
veteranos, no tan veteranos y ancianos. 700 personas viajaron a Montevideo, el 7
de noviembre, a conocer el principal escenario artístico de la capital, testigo
de miles de espectáculos musicales y obras teatrales.
Muchos, como Marisa, lo hacían por primera vez. Otros años
lo visitaron 9.500 personas de otras 124 localidades, del interior profundo,
como parte del proyecto Un pueblo al Solís
que se desarrolla desde el 2010 y se ha consolidado como una de las principales
acciones de democratización, accesibilidad y disfrute de la cultura y las artes.
Recorrer las instalaciones del inmenso teatro fue apenas
el principio de todo aquel periplo de horas de espera en la estación y del
viaje por las vías, con animadores, payasos y música. Después se abrió el
telón. El casamiento de Fígaro, representada
por la Comedia Nacional, fue lo único que no quedó registrado en los cientos de
celulares de los pobladores de 25 de Mayo o Isla Mala, como también le llaman
al pueblo. Esa es otra historia.
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