A mi hermana del alma
“El amor no es
repetición.
Cada acto de amor es un
ciclo en sí mismo,
una órbita cerrada en su
propio ritual.
Es, cómo podría
explicarte, un puño de vida”.
Mario Benedetti
Suena el celular. Gerónimo abre
grande los ojos. Me mira. Es ella para avisar que va en camino. Le digo que vuelva
tranquila, que vaya suave, que está todo bien, que la mañana estuvo genial.
Gerónimo no habla todavía. Sólo se le escapa un “Titi” cada tanto y algunas
palabras sueltas, indescifrables, cuando se pone majadero. Pero conoce bien esa
voz. La que salió del otro lado del aparato y se ubica, en ese momento, en
algún punto de la ciudad. Sonríe. Salta en el sillón, mira para afuera por el
ventanal grande que deja empañado cuando apoya la nariz y las manos. Esas manos
tan pequeñas. Está feliz. Es que su madre está a punto de llegar. Es solo
cuestión de minutos, diez, quince quizás, no más. Gerónimo me mira de nuevo,
sonríe. Y cuando ve entrar el auto azul suelta el chiche que hacía más media
hora su mano no soltaba ni por jodete, se baja del sillón, primero con una
pierna, después con la otra, corre hasta la puerta, apenas unos pasos, y hace
lo posible por llegar a la cerradura. No alcanza por más en punta que se pongan
sus piecitos. Quiere ganarle a la madre
que, sabe, en cualquier momento aparecerá del otro lado. Salta, me mira, grita.
Es pura sonrisas.
La puerta se abre. Esos ojos
chiquitos pero bien abiertos, los de ella, brillan al ver ese cuerpito que hace
seis horas no ve, y sus brazos lo
levantan. Entonces Gerónimo gira en el aire y juntos dan varias vueltas. Y
giran, giran como un trompo mientras yo viajo
en el tiempo y la recuerdo a ella ocho, diez, doce años atrás, cuando leía a
Benedetti, cuando pedaleaba por arriba del Viaducto para ir a ver a decenas de pibes
en situaciones vulnerables antes de recibir el título universitario, cuando íbamos de boliche en boliche y escuchábamos
a La Vela, La Bersuit, La Tabaré y a Cabrera y Silvio si nos atrapaba la
melancolía, y nos escapábamos juntas, ni bien podíamos, a cambiar de aire a la
punta, la del Diablo, con un tinto de caja para zafarle a los fríos del
amanecer que nos emperrábamos en ver. Cuando ese hijo rubiecito de ojos claros
no se había transformado aún en proyecto, ni siquiera era imaginado. Ahora los tiempos
son otros, dice Silvia cuando se percata que la vida se le enreda entre
pañales, cunas, viandas para el jardín, pediatras, enchufes escondidos y chiches
desparramados por toda la casa que es un despelote, suelta apretando los labios,
porque ya nunca la puede tener en orden, en el orden que ella tan
meticulosamente quisiera. Es que un hijo te cambia la vida me repite siempre.
Un hijo te cambia la vida. Y soy testigo de ese incondicional amor –puro amor– que esta madre tiene por su hijo. Y viceversa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario