martes, 17 de mayo de 2016

De madre a hijo y viceversa II

 A mi hermana del alma

“El amor no es repetición.
Cada acto de amor es un ciclo en sí mismo,
una órbita cerrada en su propio ritual.
Es, cómo podría explicarte, un puño de vida”.

Mario Benedetti
 
Suena el celular. Gerónimo abre grande los ojos. Me mira. Es ella para avisar que va en camino. Le digo que vuelva tranquila, que vaya suave, que está todo bien, que la mañana estuvo genial. Gerónimo no habla todavía. Sólo se le escapa un “Titi” cada tanto y algunas palabras sueltas, indescifrables, cuando se pone majadero. Pero conoce bien esa voz. La que salió del otro lado del aparato y se ubica, en ese momento, en algún punto de la ciudad. Sonríe. Salta en el sillón, mira para afuera por el ventanal grande que deja empañado cuando apoya la nariz y las manos. Esas manos tan pequeñas. Está feliz. Es que su madre está a punto de llegar. Es solo cuestión de minutos, diez, quince quizás, no más. Gerónimo me mira de nuevo, sonríe. Y cuando ve entrar el auto azul suelta el chiche que hacía más media hora su mano no soltaba ni por jodete, se baja del sillón, primero con una pierna, después con la otra, corre hasta la puerta, apenas unos pasos, y hace lo posible por llegar a la cerradura. No alcanza por más en punta que se pongan sus piecitos.  Quiere ganarle a la madre que, sabe, en cualquier momento aparecerá del otro lado. Salta, me mira, grita. Es pura sonrisas.

La puerta se abre. Esos ojos chiquitos pero bien abiertos, los de ella, brillan al ver ese cuerpito que hace seis horas no ve, y sus brazos lo levantan. Entonces Gerónimo gira en el aire y juntos dan varias vueltas. Y giran, giran como un trompo mientras yo viajo en el tiempo y la recuerdo a ella ocho, diez, doce años atrás, cuando leía a Benedetti, cuando pedaleaba por arriba del Viaducto para ir a ver a decenas de pibes en situaciones vulnerables antes de recibir el título universitario, cuando íbamos de boliche en boliche y escuchábamos a La Vela, La Bersuit, La Tabaré y a Cabrera y Silvio si nos atrapaba la melancolía, y nos escapábamos juntas, ni bien podíamos, a cambiar de aire a la punta, la del Diablo, con un tinto de caja para zafarle a los fríos del amanecer que nos emperrábamos en ver. Cuando ese hijo rubiecito de ojos claros no se había transformado aún en proyecto, ni siquiera era imaginado. Ahora los tiempos son otros, dice Silvia cuando se percata que la vida se le enreda entre pañales, cunas, viandas para el jardín, pediatras, enchufes escondidos y chiches desparramados por toda la casa que es un despelote, suelta apretando los labios, porque ya nunca la puede tener en orden, en el orden que ella tan meticulosamente quisiera. Es que un hijo te cambia la vida me repite siempre. Un hijo te cambia la vida. Y soy testigo de ese incondicional amor –puro amor– que esta madre tiene por su hijo. Y viceversa.


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