miércoles, 17 de agosto de 2016

Donde el diablo perdió el poncho

Un pueblo del norte argentino que sobrevivió a la explotación del quebracho

Fortín Olmos, comuna de Vera. Santa Fe, Argentina. Para llegar hay que pasar sí o sí por Reconquista, una ciudad de 100.000 habitantes ubicada a 325 km de Santa Fe hacia el norte, y a 78 km de Fortín Olmos (más al norte). Después de una hora y media de ruta y campo se llega en el Pulqui –el micro que transita las provincias del norte argentino hasta Paraguay– a este pueblo en el que viven poco más de 3000 habitantes.

Una estación de servicio con dos surtidores de combustible, el liceo, la escuela, la iglesia, la biblioteca, el centro Nueva Esperanza que atiende a niños y adolescentes con discapacidad, una verdulería que no le entran más de tres personas, casi como la comisaría y la alcaldía, la plaza inaugurada hace un año, cuatro almacenes donde los vecinos pueden comprar fiado, un par de locales comerciales, y más campo. La ruta provincial 40 “Arturo Paoli” divide a Fortín Olmos en dos. Al norte la clase social baja, al sur la media y alta. Pero allí no hay grandes diferencias. La pobreza abunda. Y el clima castiga. Cuando llueve cae agua durante una semana (o más) y el pueblo queda inundado y aislado. Cuando al sol le da por estancarse no hay animal que se salve de las sequías que arrasan con todo y duran años. Hay monjas que no conocieron lo verde de Olmos, dijo Silvana, una de las Hermanas del Sagrado Corazón (HSC). Carlos, un comerciante, narró: “En 2008 no pudimos vender las vacas por flacas, se cerró la exportación y perdimos miles de cabeza de ganado”. Olmos se abastece de la ganadería, pero a fines del siglo XIX cuando América recibió miles de emigrantes que escaparon de las guerras europeas, todo giró en torno a la explotación del quebracho. Hasta las malas relaciones que quedaron en el pueblo. Una historia, dicen algunos, que más vale ni tocar.

La razón de la existencia
En 1905 los ingleses se establecieron en Vera, una zona sin industrias y sin fuentes estables de trabajo en aquel entonces, y crearon La Forestal, la primera productora de tanino a nivel mundial que desbastó los bosques con la explotación del quebracho colorado y del que se valió para abastecer sus negocios de puertos, ferrocarriles y fábricas. Desde la central de la fábrica en Gallareta, localidad ubicada al sur de Olmos a poco menos de 80 kilómetros, salía el tren hacia las fábricas (hoy convertidas en escuelas) de los diferentes parajes donde los hacheros, quienes cortaban el quebracho, se fueron instalando por el trabajo creciente.
La Forestal dividió al pueblo. Hay quienes aseguran que fue lo mejor que le pudo haber pasado. Es que “todo el mundo tenía trabajo”, argumentó Carlos. Y gracias a ella, hubo agua potable, luz eléctrica y vías de ferrocarril. Antes era como una selva, afirmó Ana, la profesora de música del pueblo. Sin embargo, el negocio inglés fue la explotación más barbarie que haya podido existir, tanto hacia la flora autóctona y al monte como a los trabajadores, opinaron la mayoría de los vecinos. Cuando llegaron los ingleses, el tronco del quebracho no se podía abrazar de tan grande que era. Ahora el poquísimo que hay tiene "un tronquito así", dibuja Ana un círculo pequeño con sus manos. Es que son árboles que tardan años en crecer.

A cambio del privilegio de la exención de impuestos, los capitalistas ingleses ofrecieron al Estado capacitar a jóvenes y hacerlos expertos para “desarrollar una industria nacional naciente”*. Un trabajo duro, de esclavos y en condiciones infrahumanas, aseguró Ana. Los hacheros trabajaban 16 horas por unos canjes de poco valor que debían gastar en negocios que pertenecían a la misma empresa, por lo que el dinero terminaba en los mismos bolsillos. Los obreros se conformaban con los indispensable para vivir. Ni siquiera heladera tenían, contó Ana. En el pueblo había poca gente, dijo Luisa, una trabajadora de la cooperativa de telares, unos de los pocos emprendimientos de la zona de ese entonces que la sigue remando. “Vivíamos como una comunidad cristina, nos juntábamos a comer y cada uno ponía lo que podía; la situación era crítica”.

Cuando el quebracho fue escaseando, todo empezó a decaer. En la década del 60 llegaron a Olmos los Hermanos de Jesús, una congregación religiosa inspirada en Charles de Foucauld, de línea izquierdista, dedicada al trabajo social y comprometida con los pobres. El sacerdote Arturo Paoli (1912-2015) fue un referente –de ahí el nombre de la ruta–. Entre otras cosas, organizó una cooperativa para ayudar a los trabajadores. Se palpaba que al terminarse el quebracho, los ingleses tomarían otros rumbos. Los “hermanitos” nos enseñaron mucho, relató Luisa. “Gracias a ellos conocimos los derechos que teníamos todos los trabajadores y nos dimos cuenta de lo que pasaba, porque éramos como dormidos”. Las mujeres empezaron a trabajar –antes se dedicaban sólo a la casa, los hijos y el marido– y los hacheros se sindicalizaron y finalmente, luego de enfrentamientos con la política y la economía local, lograron jornadas laborales de 8 horas y aumentos salariales.

Sin quebracho todo quedó entre "la pampa y la vía", aseguró Ana. Los ingleses descubrieron la mimosa, un árbol de África que también produce tanino y tarda menos años en crecer. Levantaron las vías, destruyeron todo y partieron en busca de nuevos negocios. La población de Olmos y los parajes quedó aislada y sin suficientes medios de subsistencia. A comienzos de la dictadura los “hermanitos” se exiliaron en otros países de Latinoamérica y Europa, y el contexto comunitario que habían sembrado comenzó a desarticularse. Años después llegaron las HSC quienes, de alguna manera, tomaron la posta y, siguiendo la línea de renovación de la Iglesia Católica propuesta en el Concilio Vaticano II por el papa Juan XXIII en 1959, rompieron con la tradicional imagen del trabajo religioso: “el asociar a las monjas exclusivamente con la catequesis y la capilla”, detalló la hermana Lourdes. Entrándole a la gente desde otros espacios e integrándose más a la sociedad, instalándose en el corazón de barrios periféricos, como en La Cortada (Reconquista), para estar más en contacto con la gente “porque no es lo mismo venir a trabajar que vivir en el lugar”, aclaró. Por eso, también, la opción de dejar de lado el hábito que marca una “diferencia”. “De esa forma no sentimos más parte de la comunidad”, explicó la hermana Jimena. En Reconquista, manifestó Lourdes, había una realidad muy demandante por situaciones complejas de abusos y violencia hacia niños, y poder brindarles diferentes espacios era fundamental”. En Olmos las HSC recorren los barrios, golpean puertas para ofrecer ayuda, proponen y dictan talleres acercando la cultura a los pobladores. Han ayudado a mucha gente, confirmó Luisa. “Sin ellas el pueblo no sería lo mismo”.

Dios te salve María
La ruta Arturo Paoli tiene asfalto hace ocho años (junto con la calle del Hospital son las únicas asfaltadas). Trasladarse a Vera o Reconquista, las ciudades más cercanas donde muchos jóvenes estudian y trabajan, era casi imposible, sobre todo cuando llovía y era  puro barro. Hace 32 años, el pueblo no tenía un diseño de pueblo, era una cañada con “una casa por acá, otra por allá, otra más allá”, dijo Ana. Ahora las manzanas están diseñadas, “un adelanto bárbaro". Pero en los parajes todo quedó estancado. Las calles jamás supieron de pavimento y cuando llueve no hay camión ni auto ni bicicleta que entre. Apenas el sulky [carros con caballos] que no todos tienen. Los medios de subsistencia son escasísimos. Algunos parajes (70, Chirca, Charrúa) ni siquiera cuentan con escuela secundaria y a los adolescentes no les queda opción que separarse de la familia durante la semana y vivir en el albergue del liceo de Olmos.  Melany, Valentina y Sofía viven en el paraje 48 ubicado a 12 kilómetros del pueblo. Un lunes faltaron al secundario porque la entrada del paraje estaba intransitable y no tenían quién las llevara. Para no faltar al día siguiente salieron a pie las tres juntas a las 15.00, haciendo dedo, pero nadie las levantó. Es que son pocos los vehículos que transitan por la ruta 40. Llegaron a Olmos a las 18.30 casi oscureciendo.

Siete de los 11 hijos de Ramón armaron las valijas y partieron a Buenos Aires a estudiar y trabajar. Ramón, un obrero de 65 años, vive desde los 9 años en el Paraje 29 (a 18 km al este de Olmos). El trabajo apenas da para unos pocos, aseguró. Se crían chivos, terneros y algún chancho, pero “no da para nada”. “Igual nos arreglamo’ con poco", dijo. “Acá somos felices con poca cosa. Vivimos del carbón cuando las lluvias lo permiten y los camiones entran, sino no tenemos a quién venderle”. Según sus cálculos, hace un par de años vivían en el paraje unas 800 personas, pero hoy son 200 porque los jóvenes deben partir a una ciudad a ganarse la vida y buscar nuevos rumbos. En los parajes tampoco hay hospitales. Deben ir al de Olmos. Este pueblo perdido y olvidado para los argentinos de grandes ciudades, según Ana. El centro y el sur es una potencia, lamentó, todo fábricas. “Nosotros estamos al norte de Santa Fe, donde el diablo perdió el poncho”.

Las autoridades hace tiempo prometen una industria para el pueblo, "pero promesas, nada más". Plantar cultivos es casi imposible por lo bajo de la zona. Algunos vecinos son empleados públicos y son muy unos pocos los que pueden embarcarse con pequeños comercios (una farmacia, una papalería entre vestimenta e insumos de juguetería). Animales hay para tirar para arriba, indicó Carlos, pero como en todos los rincones del mundo, la repartija de la riqueza es desigual. Unos pocos tienen mucho y otros, la gran mayoría, nada. A varios los salvan los planes sociales que ofrece la comuna. Kelly recurre a la venta de tortas fritas para salvar la cena para sus nietos y 4 de los hijos que viven con ella (las familias en Olmos son numerosas). También para el viaje a Carlos Paz (Córdoba) con el que una de sus nietas y los compañeros de la escuela sueñan hacer en setiembre. Tres cuestan 10 pesos argentinos. Las tortas fritas en Olmos son como el pan de cada día. Sagradas como la siesta y la misa de los sábados. Aunque no llueva, aunque hayan 34 grados que no den tregua ni aire fresco, que dejen la ropa pegada al cuerpo, que hagan respirar profundo y resoplar.

Pabla hace 15 meses que está sin empleo, relató mientras aprovechaba el sol que hacía una semana no salía, en el frente de su casa al final del pasaje del barrio Las Piedritas, donada por la Comuna de Fortín Olmos. Hasta agosto de 2013 vivió en una casa de barro, en Los Pilares, un barrio sin saneamiento. Sostuvo que en Olmos no hay trabajo para las mujeres que no son policías o maestras o tienen un kiosco. Y para los hombres, poca cosa. Daniel, su compañero, vive de "changas": cortar leña y hacer carbón (como Ramón) cuando el clima deja. Daniel es albañil pero en el pueblo no hay grandes obras. "Son trabajos chiquitos que no dan para nada", se lamentó su mujer que se queja porque la plata no da. Para nada. “Mis dos hijas (de 13 y 16 años) duermen juntas en un colchón finito, finito”, repitió juntando el pulgar y el índice derechos para imaginar el grosor de esa finitez que les produce un dolor de espalda "tremendo". "Pero si compro un colchón nos quedamos un mes sin comer". En Olmos aún hay casas de barro y el transporte es escaso. Los niños juegan a la bolita y los adultos bailan chamamé. La gente se acostumbró a vivir con poco pero es feliz. Es solidaria y servicial, le abre las puertas a cualquiera y lo reciben con una torta frita en la mano y el mate (bien dulce) en la otra como si lo conocieran de toda la vida, y con dos besos como los españoles. Por eso Ana está convencida que los extranjeros que conocen el pueblo se enamoran de él y quieren volver. Y tiene razón. Si Reconquista conquista, Olmos enamora.




* Fuente: La Forestal. La tragedia del quebracho colorado. Gori, Gastón. 1999. Ameghino Editora. Rosario, Argentina.

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