miércoles, 12 de julio de 2017

Tierra de nadie

Al sur campo, al norte más campo. Al este campo, al oeste más de lo mismo. La ruta salva, sólo un poco, la monotonía, la quietud, lo chato, el silencio, lo verde. Aunque las tonalidades van cambiando según el cultivo de la tierra, según la cría del ganado, según le dé la gana a Dios y al tiempo. Porque si a la lluvia le da por emperrarse y estancarse como lo hizo en abril del año anterior, todo es gris y opaco. Salvo cuando el sol aparece, tímidamente, y algún contraluz avispa las almas.

La ruta lisa y llana, y no muy ancha, es como un desierto. De vez en cuando un pájaro, la atraviesa, cada tanto un perro, alguna que otra vez un caballo. Un ave muerta  como el misionero que lleva su nombre: Arturo di Paoli –un sacerdote muy cuestionado y perseguido en la dictadura militar por defender a los pobres y obreros, esclavos de los ingleses que llegaron al pueblo para explotar el quebracho–. Autos y camiones, transitan poquísimos. Los que van con carga rumbo al Chaco y algún que otro. Ómnibus, solamente el Pulqui y cuatro veces en el día. Un ida y vuelta, los sábados. Los domingos, descansa. Así que no hay cómo ir de un pueblo a otro si no hay auto ni tractor ni caballo ni pulcky [carro con caballo]. Y la mayoría no tienen. Sólo las piernas salvan algún alimento que hay que ir a buscar al almacén más cercano, a diez kilómetros. O el pulgar paralelo a la sonrisa que algunos tampoco tienen, si alguien lo levanta, si tiene suerte. No es mucha la gente que sonríe.

Desde la mismísima ruta asfaltada hace menos de diez años, hasta la entrada del veintinueve, hay unos trescientos metros. Allí el Pulqui entra, todavía. Pero no a otros  rincones ocultos como éste. Aunque esos otros, al menos, tienen nombre: Cerrito, Charrúa, Santa Lucía. Al veintinueve no se lo llama pueblo. Ni siquiera. Apenas un paraje sin nombre. Esos dos números que supieron ser la referencia de la cantidad de kilómetros que el tren recorría desde Gallareta, un pueblo al norte del departamento de Vera, en el norte de Santa Fe, una de las provincias norteñas de Argentina. Como la pobreza, todo al norte.

En Gallareta, la central de La Forestal, la única fábrica que existía ya antes de los cincuenta, echaba humo después de que los empresarios ingleses, dieran la orden de dejar los árboles a la miseria para aprovecharse del quebracho y el tanino, hacer madera y adueñarse de otras tierras y más palos verdes, pero no los de la madre naturaleza, sino los de la bolsa financiera. A hachazos nomás. De eso sobrevivió este pueblo que no es pueblo, ni tiene referencia ya, ni dueño, ni identificación, ni cédula, como quizás algunos de los que lo habitan. Sobre todo los más pequeños. Aunque los pobladores no son muchos. Sumarán unos doscientos, con suerte. Veteranos resignados a las fuentes de subsistencia, madres jóvenes que no tienen más que ocuparse de la casa y los niños porque ahí no hay más que hacer, y abuelas que tienen hasta bisnietos antes de ser dominadas por las canas y las arrugas. Las familias son un batallón que sobreviven como Dios manda. Los jóvenes parten –muchas veces a pie–al liceo más cercano en Fortín Olmos, dieciocho kilómetros, o sesenta más al sur, en Reconquista, donde el abanico de opciones para los pibes es más amplio; a Rosario en el mejor de los casos, o a la gran capital Buenos Aires ya de milagro, cuando el agro viene de bonanza y al tiempo no le da por castigar y las familias ahorran lo poquísimo que hacen para que sus hijos puedan zafar de esta tierra de nadie, ya sin vida. Algunos –seguramente la mayoría– conocen la capital del país, sólo de nombre.

Cuando las lluvias abundan, no hay camión ni pies que entren. Es puro charco y barro. Y las lluvias castigas siempre. En el veintinueve las calles no son calles. Son, pasajes sin nombre. Uno camina sin saber por dónde. Tampoco conocen el pavimento. Y de seguro no los harán porque ni siquiera Fortín Olmos, el pueblo al que pertenece municipalmente, tiene fecha de fundación que aparezca en las páginas de Ministerio de la Nación del gobierno argentino, ni existencia en los mapas. Un pueblo fantasma.

Las casas son ranchos de chapas y adobe. Algunas carecen de ladrillos y revoque porque no hay con qué. Terminar una casa no es moco de pavo, dice una doña que espera la misa en la capilla de techo de dos aguas de pared blanca que pide un pincel de repaso. Allí se refugian muchos de los habitantes, los sábados, antes que el sol se oculte en el horizonte, cuando llega el cura y alguna monja a dar la ostia y una palabra de esperanza –la de Dios–, a reavivar la rutina cuando el tiempo, también, lo permite. Todo depende de la lluvia. Porque ni el cura entra cuando abunda el agua. Entonces todos rezan para que el cielo no desate un diluvio y deje inundado lo poco que se tiene, que el carbón abunde y sean muchos los camioneros que vienen de otras tierras, a comprarlo; que los mosquitos, como la pobreza, den tregua.

A la derecha de la entrada, dos casas como las de una película de cowboy de Hollywood, de esas que tenían vida cuando el ferrocarril avivaba las vías, hacen más pintoresco a este pueblo que no es pueblo y lo habitan también cabras y chanchos y perros y caballos y gallinas y vacas y hormigas que hacen sus caminos al costado de los hornos de barro. Gracias al carbón los pobladores sobreviven. Cuando la lluvia también quiere. Pero no da para mucho, dice Ramón Torres, prendido del alambre que hace de portón delante de su casa que tiene una patio lleno de fierros oxidados. Ramón tiene más canas que años. Desde los nueve vive en el paraje veintinueve. Tiene once hijos, siete son mujeres. Según sus cálculos, hace unos años eran cerca de ochocientos los que vivían en ese recóndito que de unas pocas manzanas, pero los gurises se tienen que ir la ciudad a estudiar, a trabajar, a ganarse la vida, a buscar nuevos rumbos. Como sus hijas. Ramón cría chivos, terneros y algún chancho, pero no da para nada. Igual en el veintinueve “nos arreglamo’ con poco”, dice el hombre de sonrisa tímida que abre las puertas de su casa hasta al más desconocido. Allí todos invitan puertas adentro. Allí la ternura abunda a pesar de lo árido del paisaje. Allí la pobreza –digna como la humildad– inunda como las aguas cuando vienen en abundancia.  “Acá somos felices con poca cosa”, insiste Ramón con la mismísima mueca de fatiga que los árboles y la resignación de quien sabe, porque no le quedó más opción, que acostumbrarse a vivir con lo mínimo. Hasta los santos de la capilla tienen un gesto de cansancio que se olvida por un instante cuando uno estira el pescuezo, en las noches de cielo limpio, asegura Ramón, y todo está estrellado. Cuando la lluvia perdona y a Dios se le antoja. Y, a la mañana siguiente, los gallos cantan.



 Paraje 29, Fortín Olmos, Santa Fe, Argentina. Abril, 2016.


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